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jueves, 19 de febrero de 2015

Él

Me despierto antes que suene el despertador.
Son apenas las cinco de la mañana y tengo que ir a trabajar.
Eso es suficiente para querer llorar.
A trompicones consigo encontrar el móvil y usarlo de linterna para ver dónde están mis zapatillas. Hago tres intentos hasta ponérmelas.
Me voy tambaleando al cuarto de baño.
Me aseo para desperezarme, pero sigo con sueño y ahora estoy helado por el agua fría.
Voy a la cocina a preparar el desayuno; en todo el proceso mis manos apenas están coordinadas y doy gracias a Dios porque no se me ha caído nada al suelo. Luego blasfemo porque me engancho con algo y me tropiezo.
Me voy al cuarto del niño para darle su biberón.
Lo levanto de la cuna y me quedo un ratito abrazado a él.
Es tan cálido y suave y transmite tanta paz que podría quedarme así toda la vida.
Le llevo al sofá y empieza a despertarse.
Hace amago de llorar, tiene hambre y sueño, pero me ve y se queda mirando muy fijo a un punto justo encima de mi cabeza. Después me dedica una sonrisa. Hace un pequeño ruido tratando de hablar, pero más parece el maullido de un gatito.
Da igual, me acaba de alegrar el día.
Le doy de comer y cuando termina empieza a moverse buscando una posición más cómoda, se retuerce, se acurruca un lado, se ríe y se queda quieto. Y se vuelve a dormir.
Me lo llevo a la cuna y le dejo que siga durmiendo no si antes quedarme otro ratito abrazado a él.
No importa lo pronto que sea, el sueño que tenga, el frío que haga, el hambre que sienta o la frustración de ir a un trabajo hasta bien pasada la tarde. Su sonrisa me ha dado un millón de energías para afrontarlo.

Y ya no necesito nada más.

DRS


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