Todo el mundo sabe la importancia de los abuelos hoy en día.
No solamente son unos estupendos canguros, sino que además son una parte muy
importante en la crianza de nuestros hijos. Aportan sabiduría, amor y
malcrianza, así como una gran retahíla de batallitas de su juventud, que
entretienen y aburren por igual.
Hoy en día además, con esta crisis que no están sufriendo
los políticos (míralos que majos, un año sin trabajar y cobrando como mínimo el
triple que tú y que yo, y seguramente que tú y que yo juntos) los abuelos son
el sustento económico de muchísimas familias. Los abuelos lo son todo.
Los medios de comunicación no paran de repetirnos lo
importantes que son los abuelos, como si no lo supiéramos. Pero claro, también
nos recuerdan que en verano hace calor y tengamos cuidado, bebiendo mucha agua
y que en invierno hace frío y que nos abriguemos. Si no fuera por los medios,
que velan por nosotros entre anuncio y anuncio, esto sería la anarquía y
moriríamos por millones de sed y resfriados.
Pero hay una cosa que nadie recuerda pero que está muy
presente en nuestras vidas: la importancia de los abuelos en verano, reservando
los mejores sitios en la playa y la piscina.
Nadie se acuerda de esos abuelos que se levantan a primera
hora de la mañana para tener la mejor porción de arena en la playa y la mejor
sombra bajo el mejor árbol en la piscina, mientras los inútiles de sus vástagos
y nietos duermen hasta media mañana como jabalíes hartos de comida.
Estos abuelos, criados y forjados en una guerra civil y su
nefasta postguerra no son tema de risa. Su estrategia por coger más sitio de lo
que le corresponde a su descendencia y su violencia en defender dicho sitio es
equiparable a los SEALS británicos, bestias pardas ahí donde las haya.
Seguramente os haya pasado que, tratando de dejar tu toalla cerca de ellos,
hayas sentido en la nuca esa sensación de peligro, la misma que tendrías si
pasaras cerca de la guarida de un león. Pero no solo es la sensación de
peligro, lo peor es esa mirada desaprobadora que te clavan. Una mirada que te
hace sentir sucio y avergonzado por haber tratado de poner tu toalla cerca de
su círculo protector. Te hace sentir tan
mal, que en el fondo de tu ser sabes que no tienes derecho, no solo de no estar
cerca de la sombra que han acaparado, sino de estar en esa piscina o playa.
Hace que te plantees incluso si te mereces esas vacaciones que llevabas todo un
año esperando.
Lo único que te alivia es que, cuando a las doce del
mediodía aparecen los hijos y nietos de ese abuelo, este les echa la misma
mirada desaprobadora que te echó a ti. Una mirada que se pregunta en qué falló
para criar a semejantes desustanciados y blandos de carne.
Por eso, suplico e imploro que nunca olvidemos a los abuelos
en verano. Su labor de guardianes de sus descendientes nunca acaba. Y durará
hasta que ya no estén con nosotros.
Dios los bendiga.
DR
No hay comentarios:
Publicar un comentario