Pensó que se tragó un botón. Un botón de nácar. Y la ansiedad subía por el pecho y lloraba, lloraba sin parar. No había consuelo para ella. Y sufría, sufría sin parar, y no había nada que frenara tal desconsuelo. Todo fue por ese maldito botón. Ese botón de nácar que se quedó atravesado en su tráquea y apagaba sus pulmones. Y gritaba, pero nadie apreciaba nada. Veían pero no miraban. Y allí estaba ella, en el pasillo, acompañada, pero sola, con un botón de nácar en su garganta.
Años atrás la habían abandonado, había librado una de las guerras más grandes apostándo por ella misma, pero perdió, y no perdió la batalla, perdió la guerra. Y tenía miedo, y desconfianza. Y se sentía absurda y sola, completamente sola. Sola con su botón, su botón de nácar que nunca le abandonaba. Apretado en su garganta, cortándole la respiración.
Los médicos dijeron que se llamaba ansiedad, ella no podía tener eso, porque ella era de las fuertes, de las que luchaban, de las que no se rendían, a pesar de haber perdido más de una vez, siempre se encontraba, y lograba caminar de nuevo y de nuevo deshojaba margaritas. Y de nuevo se encontró, y de nuevo sonrió, y aprendió a vivir con aquel botón de nácar atravesado en su garganta cuando sufría, cuando lloraba, aquel que los médicos llamaban ansiedad, pero ella no era de esas que tenían eso.
Ella era de las que luchaban, se reconstruían y se reencontraban. Sin duda, ella era de las fuertes, ella era vividora de la vida, porque a fin de cuentas, la vida es de lo que se trata.
D. Lorefield
Años atrás la habían abandonado, había librado una de las guerras más grandes apostándo por ella misma, pero perdió, y no perdió la batalla, perdió la guerra. Y tenía miedo, y desconfianza. Y se sentía absurda y sola, completamente sola. Sola con su botón, su botón de nácar que nunca le abandonaba. Apretado en su garganta, cortándole la respiración.
Los médicos dijeron que se llamaba ansiedad, ella no podía tener eso, porque ella era de las fuertes, de las que luchaban, de las que no se rendían, a pesar de haber perdido más de una vez, siempre se encontraba, y lograba caminar de nuevo y de nuevo deshojaba margaritas. Y de nuevo se encontró, y de nuevo sonrió, y aprendió a vivir con aquel botón de nácar atravesado en su garganta cuando sufría, cuando lloraba, aquel que los médicos llamaban ansiedad, pero ella no era de esas que tenían eso.
Ella era de las que luchaban, se reconstruían y se reencontraban. Sin duda, ella era de las fuertes, ella era vividora de la vida, porque a fin de cuentas, la vida es de lo que se trata.
D. Lorefield
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